viernes, 25 de diciembre de 2009

La Navidad en la segunda mitad del siglo XIX

Un hermoso trabajo presentó el Conjunto Folklórico Ayerales en el Teatro Facetas, el día 20 de diciembre del 2009, en la cual pudimos vivenciar cómo se celebraba la navidad en la segunda mitad del siglo XIX, la presentación se convirtió en un valioso rescate de nuestras tradiciones, el cual queremos hacer presente, a través de este Artículo. Agradecemos a don José Soto director del Conjunto Ayerales quien nos hizo llegar este material el cual compartimos con todos ustedes.

LA NAVIDAD EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX
TERTULIA DE NAVIDAD EN CASA DE
LA FAMILIA ECHAURREN DE SAN MARTIN.

¿Saben Uds. cómo eran las primeras fiestas santiaguinas en época de navidad en la Alameda y en las casas particulares, que se encontraban a lo largo de esta actual avenida, allá por la segunda mitad del siglo 19? … Hoy ya ni siquiera es un recuerdo.

El gentío admiraba los “millones de luces” que prodigaba el mechero de gas dando luz a la alameda y la noche parecía día.

Los puestos de flores, dulces, refrescos, fiambres, frutas, mate, té, chocolate, etc. ocupaban una extensión de varias cuadras, desde la calle de la Bandera, hasta más allá de la de Duarte, actual Lord Cochrane. Casi en el centro del paseo se hallaba la banda de música, tocando piezas variadas. Era el tiempo del vals, de la polka, de la cuadrilla y de la varsoviana, y tanto damas como varones, para esta ocasión, preparaban sus trajes con meses de anticipación, y la sociedad elegante comenzaba a visitar esta feria, uniéndose a la clase popular.

El aspecto social de las antiguas navidades se apreciaba cuando se abrían las puertas de las grandes y elegantes casas y mostraban sus pesebres o nacimientos importados y los transeúntes pasaban a saludar al NIÑO LINDO, y cualquier persona era festejada con mistela, licor de leche y helado de canela.

Además de la celebración de navidad que hacía la iglesia, también se celebraba en casa el nacimiento del niño Dios, con tonadas y bailes, como jotas, sajurianas, mazurcas y zamacuecas, entre otros.

Se servía mistela, licor que en sus comienzos tuvo un rango aristocrático.

La fiesta de Navidad alcanzó una enorme fuerza y prestigio en todas las clases sociales, la celebraban tanto ricos como pobres, citadinos o campesinos. La iglesia atraía a los fieles con el adorno multicolor de sus pesebres, y las casas particulares se hacían estrechas para recibir a las visitas que querían ver al Niño Dios y conversar acerca de escenas bíblicas populares relativas al nacimiento. Las autoridades eclesiásticas intentaron prohibir en varias oportunidades los cantos a lo divino y los villancicos, pero no fue posible. Entonces, pidieron moderación en la celebración.

Sin embargo, se impuso la costumbre colonial, y la irrupción campesina estallaba hasta en la propia ciudad de Santiago, haciendo de la misa del gallo una verdadera fiesta de locos.

El nacimiento del Mesías era celebrado con mucha algarabía, sonido de pitos, chicharras, imitación de griterío de animales, etc.,

Al terminar la Misa del Gallo, la pascua continuaba con olor a albahaca, flores y frutas.

Y, en la alameda, las clases populares, permanecían toda la noche entre las ferias, viéndose la suerte o comprando algo de comer en los puestos y cocinerías entre gritos como “Chocolate caliente, calientito el chocolate”, “Duraznos de la Virgen, que se acaban los duraznos mi alma”, y visitando las distintas ramadas: “El rincón del amor”, ”La huasa Aurelia”, “La regalona”, “La sin envidia”, por nombrar algunas, donde cantaban muchachas al son de la guitarra, y la gente bailaba, comía, jugaba y bebía.

Durante toda lo noche se podía escuchar en diferentes partes de la ciudad, tanto en las casas particulares como en las calles a los cantores entonando romances y canto a lo divino, cantoras con arpa, guitarra y acordeón y los pitos, silbatos, chicharras y gritos de quienes seguían celebrando el nacimiento del Niñito Lindo.

En las casa de los alrededores del centro de Santiago, cerca de la plaza de Armas. En medio del bullicio y movimiento que provocan las ferias y ramadas, las personas participan de los pormenores que significa el nacimiento del niño Dios y la misa del gallo, cantando y bailando en un ambiente de gran regocijo y entrega por el acontecimiento.

lunes, 14 de diciembre de 2009

RECUPEREMOS LA NAVIDAD DE LOS CHILENOS

La celebración de la navidad en Santiago, cuando promediaba el siglo XIX, a lo largo del tramo comprendido entre el Cerro Santa Lucía y la estación Central, lo que hoy es el bandejón central de la Alameda santiaguina se llenaba de ramadas, tablados para el baile, presebres, puestos de ventas de flores, juguetes de madera, muñeca de trapo, comidas, bebidas, dulces y frutas, todos adornados con vistosos gallardetes de papel y faroles chinescos. Vinos, mote con huesillos, helados, mistelas, horchatas alojas de culén y ponches cabezones, alternaban con cazuelas, causeos de chancho, pescado frito, empanadas fritangas y pajaritos de masa con huevo batido. Las bandas de los llamados Batallones Cívicos se turnaban para interpretar variadas piezas.

Pequeñas industrias artesanales, como figuras de greda policromada y fraganciosa de las Monjas Claras, finas loza de Talagante, que hoy serían piezas de museo, abundaban en esos baratillos representando a la sagrada familia, los animales del pesebre, los Reyes Magos y los pastores.

Los huasos, con tenidas domingueras, se lucían con sus chinas igualmente engalanadas al anca de sus briosas calbalgaduras desplazándose con destreza entre los elegantes carruajes de la clase acomodada en las vías laterales de la Alameda, Arpas y guitarras en las ramadas, comadres con sus interminable cháchara, hacían también interminable el mate.

A la medianoche, el viejo estampido del cañón del Santa Lucía arrastraba al vuelo los campanarios de todas las iglesias, a las que se sumaban las sirenas de las fábricas, pitos, chicharras y matracas de los niños, detonaciones de petardos, viejas y cohetes, junto al griterío de la concurrencia.

La misa del Gallo concluía pasada la medianoche en los diversos templos, y mareas de gente como un río multicolor e interminable, desembocaban en Alameda, aromada con la fruta de la estación, claveles y albahacas. No lejos, en la plaza de Abastos, se aglomeraba otra enorme cantidad de gente que disfrutaba de los cantos alusivos al nacimiento o villancicos, de gran difusión en España y de extracto campesino, pastoril o villano de ingenuo contenido, que en Santiago se tornaban al aire libre.

El zapateo de la cueca y la refalosa en los establos acompañaban al melodioso vibrar de las cuerdas de arpas, guitarras y gargantas. Los poetas populares acariciaban las gruesas bordonas de sus legendarios guitarrones cantando fundamentos sobre el divino nacimiento y afinadas cantoras hacían oir su sello con hermosos villancicos en los pesebres cercanos.

En las iglesias, y de tempranas horas del día 24, se comenzaba a desarrollar la función, con cantos religiosos y profanos. Las estrofas de los villancicos criollos simbolizan la alegría de la naturaleza, la generosidad de su gente, evocando también los poderes de la madre tierra. Los fieles acudían con simples juguetes, que al terminar la función, se repartían entre los niños que asistían al catecismo.

Existía entonces una verdadera competencia entre las iglesias, conventos y parroquias por representar los mejores pesebres o paisajes Bíblicos con verdaderas obras de arte de imaginaría religiosa, traída a veces de Italia o Francia. La había también criollas y perfumadas hechas por las mismas monjas. Su fragancia provenía del amasijo con que las fabricaban: incienso, greda, yemas de huevo y vainilla.

En las casas de las familias de cierto rango, era costumbre de rezar la Novena del Niño Dios al pié de los pesebres. Cuando esta concluía, aparecía el arpa y las guitarras y no faltaban cantoras para cantar villancicos o aguinaldos, simples canciones campesinas alusivas al nacimiento. Luego asomaban las matracas, cohetes, petardos viejas y guatapiques. Las sirvientas hacían su aparición en la sala con bandejas de dulces, alojas en Culén, Horchatas con almendras, Sorbete de guindas y sabrosas mistelas. Entre adultos no era usual hacerse regalos, sólo los niños gozaban de ese privilegio, y aún no aparecía el pino de navidad.

Crónicas de la época, recuerdan que en las iglesias santiaguinas se mantuvo la costumbre de cantarlos a la usanza colonial hasta 1833, año en que fueron prohibidos por el Obispo Vicuña, a raíz de los desórdenes y bullicio que se originaba en el interior de los templos cuando los distintos gremios de artesanos entonaban sus cánticos al Niño Dios, entre cuyas estrofas deslizaban agudas puyas contra otros gremios y contra autoridades.

En efecto, a tempranas horas del día 24 de diciembre en las iglesias resonaban cánticos religiosos y profanos en medio de una batahola de gritos y empujones, donde niños y adultos hacían oír los más extraños instrumentos, imitando unos el canto de los gallos, rebuznos y bramidos. Al acercarse la media noche, comenzaban los cantos y salutatión a la virgen.

La representación de los pesebres, con la humildad propia del campesino, deriva de las enseñanzas y filosofía de pobreza de San Francisco de Asís, costumbres que pasó a América con los primeros misioneros franciscanos. En Chile, hasta hace muy poco, no era extraño hallar en algunas parroquias de lejanía provinciana resabios de pesebres amenizados con villancicos, con la activa participación de la comunidad, como restos de una tradición propia que debería recobrar su natural vigencia.

Este espíritu de la noche buena se mantuvo con todo su colorido y libre de influencias foráneas hasta los albores del presente siglo, hasta cuando fue una fiesta popular y no dirigida. Comenzó a declinar y desteñir cuando empezaron a aparecer los arbolitos de pascua cargados de copos de nieves en una alusión a su origen nórdico-europeo. En una primer momento en los hogares católicos no fue posible aceptar su presencia, ya que se estimaba que en pleno verano era ridículo pensar en nevazones, y por otro lado, no existía, ni existe noticia de que en Belén se haya conocido un copo de nieve.

Aún no se hablaba de Santa Claus, ni de sus renos, ni de sus trineos, pero al irse aceptando la tradición nórdica, se fue matando la fe religiosa y con ella, el verdadero significado de la navidad.

Actualmente, las confiterías ofrecen desde los primeros días de diciembre, que en Chile ya es pleno verano, Pan de Pascua que a comienzos de siglos era solo de consumo de las familias británicas, chocolates y Cola de mono, productos de alto contenido en calorías, muy apropiados para el invierno del hemisferio Norte...ya sea en Berlín, Estocolmo o Neueva York...

Las tiendas se engalan de nieve, pinos multicolores, trineos, renos y viejos pascueros. Las jugueterías ofrecen las últimas novedades de la electrónica: tanques, muñecas que hablan, lloran y se mojan.

La prensa, la radio y televisión bombardean infatigables con las delicias de un ambiente que siempre fue ajeno, pero que los chilenos, por engaño, por arribismo e incapacidad para defender nuestra tradiciones nos hemos acostumbrado a aceptar y consumir como moderna interpretación de fé cristiana.

El mensaje publicitario que empuja al consumo, en su afán expansionista se lanza a través de la televisión con una crueldad que corroe los hogares modestos, donde penetra sin esfuerzo, donde los niños no alcanzan a comprender la imposibilidad de sus padres para satisfacer sus justos deseos, sembrando en sus inocentes corazones la semilla embrionaria de resentimiento que con tanto dolor y perjuicio nos separa cada vez más como personas y como hijos de la misma tierra.

Nuestro afán por imitar modas ajenas nos ha llevado en estos tiempos a suplantar el pesebre y la fe cristiana por el Viejo Pascuero, igual como la muñeca de trapo fue desplazada por rubias y estilizadas Barbies, el trompo y el emboque por un arsenal intergaláctico, la mistela y los husillos con mote por las bebidas cola y los chacolíes por el wisky...en una festividad consumista que se hace en nombre del que nació pobre y perseguido en la soledad de un pesebre.

Celebramos una fiesta pagana con cruda escenografía invernal y sofocados del calor de nuestro verano...los retablos y nacimientos se quedaron solos, como sola se quedó la Virgen María hace casi 2000 años, sin más compañía que el asno, el buey, la oveja y un grupo de pastores tan desposeídos como ella.

ANFOLCHI, invita a recupera los viejos valores que la fecha encierra, que tanto la Biblia y nuestras tradiciones enseñan.
Procuremos alejarnos del desbocado consumismo a que nos obliga el modernismo a través de los mandatos del libre mercado y en su lugar depositar en el corazón de los chilenos el amor y la amistad, la sinceridad y la tolerancia; el compañerismo y la cordialidad vecinal. Reencontremonos en el seno de la familia , haciendo rueda en torno a retablos y pesebres, volvamos los ojos a la esencia de los villancicos que son la esencia de la tradición.

domingo, 6 de diciembre de 2009

TRIBUTO A GABRIELA PIZARRO

A diez años de su muerte, aún permanece vivo el legado de la Señora Gabriela Pizarro Soto, quien fuera presidenta de Anfolchi en los períodos 1988-1989; 1990-1991 y 1998-1999. Con ella aprendimos a trabajar dando frente a la adversidad, en donde la palabra imposible, no existía en nuestros diccionarios, nos enseñó a luchar por nuestros ideales, nos dirigió a trabajar fuertemente apuntando hacia la comunidad, hacia los niños, junto a ella levantamos bibliotecas populares en Lebu, Puluqui y Pudahuel, y tantos otros proyectos que se realizaron, los cuales para muchos eran sólo utopías.
Gabriela Pizarro, es una de las tres investigadoras esenciales del folclor chileno, junto a Violeta Parra y Margot Loyola. Como ellas, conjugó las principales disciplinas de ese quehacer, entre la investigación, la creación, la difusión y la enseñanza. Sus huellas quedan en la trayectoria del conjunto Millaray, que ella fundó en 1958, en la exploración sin precedentes que emprendió por la música de Chiloé, en los discos que grabó con el grupo o como solista y en su vocación por la docencia, como profesora y directora de conjuntos. Durante el esplendor de la proyección folklórica de los '50 y '60, pero también bajo la más dura resistencia a la dictadura, Gabriela Pizarro se dedicó con el mismo carácter al arte popular que contribuyó a descubrir y a enseñar.

De Lebu a Santiago
Gabriela Eliana Pizarro Soto nació en Lebu, provincia de Arauco, el 14 de octubre de 1932. Sus padres fueron Blanca Hortensia Soto, originaria de esa ciudad, y José Abraham Pizarro, un hijo de inmigrantes españoles proveniente de Ovalle que llegó a Lebu a trabajar en la administración del ferrocarril minero.

Hortensia Soto fue la primera en estimular en su hija el interés por el folclor. La madre había estudiado en el Conservatorio Nacional y en Lebu era una activa participante del coro de la iglesia, de la orquesta de profesores y de grupos de teatro, zarzuela y opereta. Y tan o más determinante fue la mujer que crió a Gabriela Pizarro: la cantora campesina Elba González, de Cañete, le mostró el arte popular vivo en las casas de canto y las festividades religiosas. Así evoca esos años la propia folclorista en el libro Gabriela Pizarro Soto y su andar en el folclor chileno (2002), de donde están tomadas sus siguientes citas.

"Mi papá era un gran amante de la ópera y no le gustaban las chinganas. No podía ni verlas. Mi nana y yo nos internábamos en una calle del barrio popular (...), y ahí había una casa en la que se juntaban el fin de semana a bailar. Y ella era la que tocaba y cantaba. En esa casa había siempre una fuente grande con mote con huesillos y se servía aloja (mistela). Ella cantaba y cantaba sus valses en guitarra. Cuando la sacaban a bailar eran unos bailes como corridos, como caminados, agañados", describe Gabriela Pizarro, quien también alude al Mes de María y a las procesiones de la Cruz de Mayo entre esos recuerdos tempranos.

–Desde muy pequeña le atrajo el folclor. Le llamaban la atención las cantoras, las muertes de angelitos que veía en Lebu siendo una niña. Eran cosas que estaban arraigadas en su sensibilidad –recuerda su hijo. Por razones de trabajo la familia se trasladó a Santiago en 1939, y en 1942 se estableció en una casa de calle Caupolicán en la comuna de Ñuñoa, mientras la alumna Gabriela Pizarro reanudaba los estudios básicos en el colegio María Inmaculada Concepción y los terminaba en la Escuela Suiza de Peñalolén donde su madre enseñaba música. A los trece años, en 1945, ingresó a la Escuela Normal, pero en cuarto año interrumpió esos estudios, por causa del reposo al que la obligó una enfermedad al corazón, sumada a una precoz miopía.

Gabriela Pizarro mostró desde temprano una salud frágil, pero la música quedó a salvo. Al mismo tiempo empezó a tomar clases de guitarra con la profesora Isabel Soro, y las primeras tonadas, valses, cuecas y boleros que aprendió a tocar fueron también el comienzo de su carrera definitiva.
El alma al cuerpo
Gabriela Pizarro enfrentó el mal tiempo con diversos oficios: hizo clases esporádicas de música, artesanía en tarjetas y flores, actuaciones en peñas y su primera grabación de la época, como parte del LP Folklore en mi escuela (1978), editado por Alerce y dedicado a la enseñaza musical en los colegios. Y el mismo año emprendió una gira a Europa, en contacto con organizaciones y audiencias de exiliados chilenos. Si Violeta Parra y Margot Loyola lo habían hecho en mejores tiempos, Gabriela Pizarro mostraría ahora el folclor chileno en el nuevo escenario de la solidaridad internacional.

–Fue lo que le que le devolvió el alma al cuerpo –recuerda su hijo. Tres giras hizo la folclorista en ese período. En 1978, junto a Pedro Yáñez, actuó en universidades y museos de Francia, Inglaterra, Suecia, Suiza, Italia y España y se reencontró con Mariela Ferreira y Joan Turner en Estocolmo y Londres. En 1984 volvió a Francia e Italia. Y en 1986 se presentó en Holanda, Alemania, Finlandia y España. Una cuarta gira a Canadá, tuvo lugar en 1987, con actuaciones y encuentros en Winnipeg, Vancouver, Edmonton y Montreal.

También rearticuló su actividad en Chile junto a músicos como Catalina Rojas, Roberto Parra, Arssel Angulo y Romilio Chandía, que había sido su compañero en Millaray, además de sus hijos. Con una nueva versión de su conjunto presentó el recital de canto religioso campesino "La pasión de Manuel Jesús" (1979) y en adelante siguió trabajando en obras relacionadas con el Primero de Mayo, la fiesta de Cuasimodo o la Navidad, además de conseguir el apoyo de la agregaduría cultural de la Embajada de Francia para el recital "Canto a seis razones" (1985).

Gabriela Pizarro inició además su discografía propia. Su primer disco es Canciones campesinas (1982), editado por Alerce, con canciones y tonadas recopiladas como "El caleuche", "La pericona tiene" o "He venido caminando". De su última visita a Madrid data una segunda grabación, Romances de acá y de allá (1986), junto al español Joaquín Díaz, en la que ambos unen sus investigaciones sobre el género tradicional del romance. Y el mismo objeto de estudio tiene Cuaderno de terreno - Apuntes sobre el romance en Chile (1987), que presentó junto con el recital "Romances en el cancionero folklórico criollo".

Los últimos diez años fueron más prolíficos en cuanto a grabaciones. Con la folclorista Carmen López grabó la antología Cantos de Rosa Esther (l989), basada en décimas, tonadas y versos aprendidos de una cultora tradicional. A partir de entonces su trabajo volvió a encontrar eco en instituciones y fondos culturales. Junto a Anaís Pavez y a José Pepe Cabello volvió sobre los romances en el disco Romances cantados (1991), editado por la Facultad de Música de la Universidad de Chile, y con Pepe Cabello y Guillermo Ríos hizo el disco doble Veinte tonadas religiosas (1993).

En marzo de 1999 grabó el recital Las estaciones del canto, una de sus últimas actuaciones. Para entonces Gabriela Pizarro ya avanzaba en la grabación de un disco de cuecas recopiladas por Violeta Parra cuyas partituras habían sido halladas por su discípula Patricia Chavarría. Pero también avanzaba un cáncer al pulmón que no le permitió ver el terminado el disco, demorado por una disputa legal sobre los derechos de esas obras que fue resuelta en su favor, pero tarde. 20 cuecas recogidas por Violeta Parra (2000) apareció después de que, el 29 de diciembre de 1999, la enfermedad acabara a los 67 años con la vida de Gabriela Pizarro. Completadas por sus hijos y por Catalina Rojas y Patricia Chavarría, ocho de esas veinte cuecas que un mes antes aún ella estaba grabando son su último aliento.

"Gabriela ha sido mi mejor alumna, desde que la conocí en las Escuelas de Temporada que hice en la Universidad de Chile. Ella muere con toda su voz, con una gran voz, una vida natural preciosa que la hizo cantar muy hermosamente las canciones campesinas de la zona centro y sur", fue el recuerdo de despedida que le dedicó Margot Loyola. Y una memoria igual de afectuosa guarda Rubén Nouzeilles, el director del sello Odeon, donde Gabriela Pizarro grabó sus primeros discos con Millaray.

–Con ese aire de aristocracia que sale de su maravillosa producción musical ella se iba a una población, a veces lloviendo, se bajaba de una micro y caminaba cuadras por el barro a la una de la mañana. En cuanto abría la boca estaba dictando cátedra –recuerda Nouzeilles–. Donde se sentaba Gabriela Pizarro era una profesora.

Tributo a Gabriela Pizarro
El pasado 04 de diciembre los hijos de la Señora Gabriela, amigos y diversas organizaciones se dieron cita en el ICAL, lugar donde se rindió un homenaje a lo que fue su existencia, su trabajo su legado, su enseñanza, sus anecdotas, su vida al servicio de la cultura tradicional de su patria amada. En donde diversos artistas se dieron entregaron su saludo musical, como Catalina Rojas, Arssel Angulo, Mireya Alegría, Jose Cabellos, Guillermo Ríos, Conjunto Cuncumén y por cierto donde cada uno de sus hijos mostró el talento heredado y su herencia cultural.